domingo, 19 de diciembre de 2010

Orango

Salimos por la mañana en barco desde Rubane, donde estábamos alojados, y llegamos a Orango al mediodía. Desde el barco, la isla parece desierta, sólo palmeras y una inmensa playa virgen. 
Al llegar recogimos a Carlos, un guineano que trabaja en el hotel y que hizo de guía en nuestra pequeña aventura por la selva. Desde la playa fuimos en barco hacía la laguna, contentos y algo excitados ante la perspectiva de ver los hipopótamos en directo. Por el camino, ya avistamos flamencos y garzas gigantes. La cosa prometía.



A medida que íbamos avanzando el paisaje se tornaba espectacular y misterioso: estábamos dentro de un manglar rodeados de lianas al más puro estilo de La Reina de África. Íbamos despacio para no encallar en el fango y podíamos oír muy cerca los sonidos inquietantes de la selva.



Frente a nosotros vi meterse en el agua un cocodrilo y justo entonces Carlos dijo: aquí nos bajamos. No dábamos crédito. Teníamos que seguir a pie por aquel lodazal hasta llegar a la laguna de los hipopótamos. Los primeros metros fueron terribles, nos hundíamos en el barro hasta los tobillos.



Aun no sabíamos lo que nos esperaba. Casi tres horas de caminata. Tan pronto atravesábamos tramos de selva frondosa como extensiones sin árboles con una vegetación muy alta que teníamos que ir apartando con las manos para no arañarnos la cara. Con Carlos a la cabeza, íbamos en fila de uno sin decir ni mu.



Hicimos un alto en el camino para saludar a los habitantes de una tabanka. Los hombres colaban aceite de palma, las mujeres preparaban la comida y un montón de niños jugaban con palos, ruedas, botellas vacías o lo que encontraban por ahí.




Luego, seguimos hasta que por fin llegamos a una especie de zona pantanosa donde tendrían que estar los hipopótamos. Carlos empezó a dar palmadas y a imitar el sonido de los animales para que salieran del agua pero nada, ni rastro. Entonces, nos dijo que quizás estarían en la laguna grande, a unos tres kilómetros de allí. La vegetación se hacía más espesa a cada paso. Como nadie nos había contado de que iba el asunto, no íbamos preparados: algunos en chanclas, todos en pantalón corto y casi todos  sin sombrero. Carlos seguía avanzando deprisa y nosotros detrás, exhaustos pero animados por los excrementos de hipopótamo que nos iba mostrando aquí y allá.



Ya en el pantano, tuvimos que cruzar un charco fangoso donde el agua nos llegaba por la rodilla, de esos  que suelen estar llenos de sanguijuelas y cocodrilos... Decidí no pensar y cruzar a toda prisa. Todo sea por ver los hipopótamos. Carlos, empezó otra vez con su ritual de palmas y sonidos raros pero allí no había ni un hipopótamo. Con la moral por los suelos emprendimos el camino de regreso hacia  donde nos recogería el barco. El baño en aquella playa espectacular y desierta nos levantó un poco el ánimo. Eran casi las cuatro de la tarde cuando llegamos al hotel exhaustos, sedientos, hambrientos y magullados. Nos tenían preparadas cuatro cervezas heladas y una deliciosa comida que compensó un poco la decepción de los hipopótamos.

Me gustó mucho el hotel. Orango Parque Hotel pertenece a una fundación española que ha puesto en marcha un proyecto de ecoturismo en las islas Bijagós. Tiene siete cabañas y un edificio central donde está el restaurante,  con un gran porche muy agradable (se nota la mano de los españoles, siempre buscando la sombra...)




El viaje de vuelta a Rubane en barco fue delicioso. Anochecía y el mar estaba como un plato. Íbamos todos callados pensando lo increíble que habría sido la excursión si hubiéramos visto hipopótamos. Sin duda volveremos a intentarlo.



BMB

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